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lunes, 9 de noviembre de 2015

La resurrección de Cristo esperanza de nuestra resurrección

Durante el mes de noviembre, mes en que celebramos la Conmemoración de Todos los Fieles Difuntos, la Iglesia reza y ofrece sufragios por los Difuntos, por todos los que nos han precedido en la señal de la fe. Lo hace desde la fe en Jesús Resucitado. Y lo hace ayudándonos a reflexionar en el sentido cristiano de la muerte .

La muerte es una realidad que forma parte de nuestra vida, Nos plantea interrogantes y sigue siendo un misterio. Muchas veces hoy se trata de ocultar esta realidad o no se quiere pensar en ella. Los cristianos tenemos que mirar a la muerte con fe. Dios la ilumina con el acontecimiento  de la muerte y resurrección de Jesucristo. Desde Jesucristo  no tiene la última palabra en nuestra vida la muerte. Dios nos ha creado para la vida.

 Esta afirmación de la vida es la que hace que los cristianos consideremos como lugar santo y visitemos los Cementerios, “lugar donde duermen los que esperan la resurrección” y que éstos no sean “necrópolis”, ciudad de los muertos.  Visitar el Cementerio es  manifestar nuestra fe y nuestra esperanza en la Resurrección.

Los cristianos hemos hoy de vivir y expresar el sentido cristiano de la muerte y no dejarnos llevar de formas paganas de afrontar la muerte. La Iglesia acepta la incineración, pero las cenizas no deben ser esparcidas en la naturaleza, campos, montes, ríos , ni tenerlas en nuestras casas. Las cenizas han de ser depositadas en el Cementerio o en los Columbarios que existen en algunas de nuestras Iglesias Parroquiales. Estos lugares son los que los cristianos tenemos para tener a nuestros seres queridos que han partido de este mundo en la espera de la resurrección.  Quienes somos hijos de Dios por el Bautismo  no hemos de afrontar la muerte 
de una manera pagana.

También los creyentes hemos de ofrecer por nuestros Difuntos el  Sacrificio de la Misa, la mejor oración que podemos hacer por nuestros seres queridos. En la Celebración del Tesoro de la Iglesia que es la Eucaristía pedimos a Dios Padre por medio de Cristo que recuerde “todos sus hijos que han muerto esperando la resurrección”. 

La fe en Cristo Resucitado avive nuestra esperanza en la resurrección nuestra y de la de todos nuestros difuntos.

sábado, 7 de noviembre de 2015

Rituales funerarios en Asturias.


El cemeterio de Arriondas en 1967

Son los primeros días de noviembre fechas apropiadas para hablar de estos temas. Aunque se mantienen a lo largo de nuestra comunidad los rituales, conceptos, prácticas y creencias relativos a la visión que tenemos de la muerte, muchas cosas han comenzado a cambiar en los últimos años. 

Buena parte de la población ha dejado de tener unas firmes creencias religiosas, pero mantienen los rituales religiosos tradicionales; bien es cierto que hay algunos casos en los que esos momentos delicados en la vida de las familias, son despojados de un sentido trascendente y religioso. 

Hasta ahora son casos no significativos, pero la familia del difunto es consecuente con una forma de sentir y no entra en considerar aquello de que “para no ser menos que los demás” sigamos la costumbre. Y, no digamos, si cumplen los deseos del finado, algo que debiera ser poco menos que sagrado pero que -a veces- se manipula en el último momento. Bien es cierto que no han conseguido arraigar en la sociedad prácticas alternativas a los ritos religiosos, al menos de una forma estándar. 

En el pasado y, muy especialmente en las zonas rurales, la muerte de un vecino se vivía como una situación que afectaba a toda la colectividad; eso ha dado paso a un sentimiento más individual, menos social. Hasta no hace tantos años, el no acudir a la casa del finado a dar el pésame era una desconsideración difícil de aceptar y muy mal se llevaba que la familia decidiese no recibir en su domicilio ni a los más cercanos, considerándolo un agravio en toda regla. 

El cementerio de Arriondas en 1967
Hoy se piensa que, para recibir a los muchos que acudan a manifestarles el pésame, lo más normal es llevar al difunto a un tanatorio, más cómodo, moderno, funcional, sencillo y eficaz. Aquellos “velorios” del pasado -de los que tanto se podría escribir- ya sólo quedan en la memoria de nuestros mayores. Las instalaciones de los tanatorios están pensadas para conseguir un ambiente relajado que propicie y arrope la nueva visión que tenemos de la muerte, lejos de aquellos manifiestos sentimientos que más parecían propios de una tragedia griega. 

Del griego sólo nos quedó la palabra tanatorio, pues Tánatos era el dios personificación de la muerte suave, tranquila; era el hermano gemelo de Hipnos, el sueño. Tánatos era la pulsión de la muerte, opuesto a Eros, pulsión de vida. Por cierto que tanatorio es palabra usada mayoritariamente en España, pues en los países latinoamericanos recibe el nombre de casa funeraria o velatorio (como en Argentina llaman cochería a la funeraria, empresa propiamente dicha). 
El cementerio en 1967

Los tanatorios están plenamente integrados en los comportamientos posteriores a la muerte en Asturias, y las empresas que los gestionan son cuidadosas en lograr un ambiente apropiado que arrope esa nueva visión que los tiempos nos han proporcionado para esas horas que siguen a un momento tan emotivo. Es evidente que algunas personas -especialmente las de origen rural- se mostraron un tanto remisas a admitir esta novedad de los tanatorios en el rito del paso definitivo que supone transitar obligatoriamente de la vida a la muerte; era algo así como mostrar una falta de cariño y respeto al ser querido que los dejaba, como si la comodidad de dejar en manos ajenas la organización de este acto les supusiese una mala conciencia. 

Hoy en día ya casi es inconcebible no acudir a estos servicios que ofrecen los tanatorios y las suspicacias -como en tantos otros casos novedosos en la vida- han quedado superadas. Otro tanto diríamos de las incineraciones, actualmente tan aceptadas. Doscientos crematorios en España dan idea de la acogida de este sistema, y el promedio en nuestro país ya es del 35%, aunque hay ciudades donde se alcanza el 65% de cremaciones. Lo que no hace tiempo se consideraba casi un sacrilegio, o algo exótico más propio de países como India, es hoy un hecho incontestable. 

Cambios culturales de mentalidad, razones ecológicas, falta de espacio, crisis económica y otros, nos llevan a esta nueva solución, no ya de futuro, sino de rabiosa actualidad. No son pocas las familias que, llegada la hora de la decisión sobre estos temas, titubean sobre qué hacer, pues aún no hay un patrón fijo de actuación. Si un rito es aquello que se ejerce de forma sistemática, siguiendo unas pautas de orden temporal y duración específica, habrá que esperar a que el tiempo nos las haga ver como tradicionales, estandarizadas y consolidadas.
El cementerio en la actualidad.
Francisco José Rozada Martínez.

viernes, 6 de noviembre de 2015

La profanación de la muerte.

Profanar es “dar trato irrespetuoso a una cosa sagrada”,  y mientras seguimos celebrando la victoria irreversible de Jesucristo sobre el pecado y la muerte, y en los cuales cada celebración se encarga de recordarnos “que en su resurrección, hemos resucitado todos”, parecería un contrasentido tomar como tema de reflexión una de las 7 obras de misericordia corporales: enterrar a los muertos, ya que festejamos el triunfo de la vida. 

Luego de que Jesús mismo  -en el Evangelio de Mateo (25,31)- nos enseña como tema del Juicio las 6 precedentes (visitar a los enfermos, dar de comer al hambriento, dar de beber al sediento, dar posada al peregrino, vestir al desnudo y visitar a los encarcelados) viene colocada la séptima obra de misericordia corporal: enterrar a los difuntos, que completa y corona las anteriores. 

Cuando se estudia  Filosofía de la Historia y  se  trata de perfilar el punto en el cual el “hacer del hombre” da comienzo a lo que en una civilización se llama “cultura”, se señalan dos realidades presentes en el actuar humano que lo indican: enterrar a sus muertos y trasmitir a sus hijos lo que saben. Hacia adelante y hacia atrás,  hacia el hoy y el mañana a los que nos sucederán y hacia aquellos de los cuales hemos venido. Es esto es precedente a lo que llamaríamos  “sociedad sedentaria”.  

En la antigüedad dejar insepulto a un difunto era un signo de máxima crueldad y también de venganza. El Imperio Romano, cuando quería dar una lección o escarmiento, asesinaba de manera pública y cruel y luego dejaba los cuerpos expuestos, a merced de las bestias y la burla.  

José de Arimatea, en el poco tiempo restante y antes de la caída del sol, se apresura a pedirle a Pilato el cuerpo de Jesús para darle sepultura, aunque sólo fuera de forma provisional, como signo de compasión y misericordia hacia quien había muerto -que se completaría luego con los ritos judíos del lavado y perfumado del cuerpo- esto ya como veneración, respeto y despedida, antes de que el difunto se presentase ante Dios mismo, limpio de las cosas que podían haberlo ensuciado en la tierra.  

En  Paestum (prov. de Salerno, Italia) hace 2500 años, la tumba del “tuffatore” (el bañista) nos explica la idea pagana de la muerte: en la lápida superior está representado  un joven que, solo y desnudo, desde lo alto de la montaña se lanza  en  un  mar inmenso  para desaparecer en la nada para siempre, en medio de una soledad infinita. Esta es la idea pagana que se tiene de la muerte en la Magna Grecia y en las culturas paganas precedentes al cristianismo. 

En cambio, la fe judeo-cristiana, ha entendido y creído siempre a la muerte no como un final, inexorable y devastador, sino como un “paso para un encuentro” (Pèsaj-Pascua, significa eso mismo: pasar-saltar).  Nada de soledades infinitas y eternas, ni desapariciones en la nada. Pasar de este mundo al Padre, saltar hasta  su presencia amorosa, estar de su casa, sentarnos a su mesa, beber su vino y compartir su pan y viene a buscarnos y llama a  la puerta para cenar  juntos. Se trata de plenitud y de encuentro, donde Dios es todo en todos. Es parte central  de nuestra  fe,  que después de esta vida caminamos misteriosamente -pero de manera real y concreta- hacia ese luminoso “encuentro  familiar” con el Padre que ama, abraza y acaricia, con Jesús el Hijo, nuestro hermano y amigo, con el Espíritu que es la Vida y el Amor, con María la Madre que posa sobre nosotros sus ojos misericordiosos  y con toda esa multitud interminable de amigos y cómplices, que son los santos y los ángeles, de todas las otras criaturas celestiales, y “con los de casa” en esa otra casa más grande que es el cielo. Re-abrazaremos y besaremos con ternura a los que hemos llorado aquí y que cuando marcharon nos faltaron tanto,  dejándonos  un poco más solos, y todo esto no en una 
reunión en hierática, lacrimógena y solemne, sino en medio de la música y los cantos,  en una alegría que no conocemos -porque estaremos de fiesta- en la fiesta de las fiestas; mucho más alegre y divertida, tal que al verla nuestras fiestas de aquí nos parecerán como un velatorio. Encima esta “fiestona del cielo”, no se termina a una hora determinada, es para siempre y sin pausas. No termina nunca. Nos fundiremos en un abrazo largamente esperado, con nuestro padre y nuestra madre, con hijos y  hermanos, con los amigos, con aquella  inolvidable maestra de la escuela y del jardín de infancia, con aquella catequista, con los que aprendimos a jugar y a hacer travesuras, con aquellos compañeros que el sólo recordarlos nos abre una sonrisa de oreja a oreja. 

Pero hablábamos de la séptima Obra de Misericordia: enterrar a los muertos. Da la impresión que algo no está funcionando bien en nuestra  sociedad, ya no sabemos trasmitir bien a nuestros hijos los valores y principios que conocemos, a veces no buscamos el tiempo para hacerlo (y entre estos valores está incluida también la fe) y desde hace un tiempo hemos empezado a no sepultar a nuestros muertos,  resucitando una antigualla, disfrazada de cosa moderna. Digo antigualla porque eran cosas de tiempos pre-cristianos, o sea de hace más de 2000 años atrás. 

Como todos sabemos,  la Iglesia en un tiempo prohibió taxativamente la cremación de los cuerpos, sobre todo porque esto era alentado y practicado por grupos masónicos  -que lo promovían como desprecio hacia la fe cristiana y a la resurrección-. Hace sólo 30 años, en  1983, Juan Pablo II aprobó nuevas normas que dicen: “Si bien es aconsejado vivamente que se conserve la piadosa costumbre de sepultar el cadáver de los difuntos, no se prohíbe la cremación, a no ser que haya sido elegida por razones contrarias a la doctrina cristiana” (CIC. 1176§3) y luego se dice que: “Los pastores han de disuadir a los fieles de prácticas desviadas relativas a las cenizas que -en lugar de enterrarlas o colocarlas en un nicho o en un columbario- se esparcen por el campo, en un río, en el mar, en el jardín de la casa, por ser contrarias a la tradición católica de respeto al cuerpo del difunto.” Esto es profanar, lo que es lo mismo que  dar tratamiento irrespetuoso a lo que es sagrado. 

 En buen castellano el “no se prohíbe”, no quiere decir que se alienta y se acepte plenamente, sin más, simplemente que se quita un prohibición taxativa, pero ni se promueve ni se aconseja… 

Pero de la cremación “no prohibida” al hecho de desparramar las cenizas hay un largo camino, sobre todo estando presente de por medio las obras de misericordia. En Italia hay una infinidad de asociaciones que nacieron para ocuparse de los enfermos y moribundos pobres y, luego,  darles sepultura. 

En la Santa Sede, está en elaboración un proyecto que prohibiría la celebración de las exequias a quienes tengan intención de desparramar las cenizas.  
En medio del estado generalizado de confusión en el que vivimos, se hacen cosas macabras presentadas como normales, impensables para personas que entiendan  estar en su sano juicio.  

Pongámosle un poco de humor a la locura, para poder mirarla con otros ojos. Tomo como ejemplo una figura entrañable para todos: nuestras abuelas.  

Hay empresas que se dedican a brindar servicios  para, digamos, “muertes exóticas” -por llamarlo de algún modo-: asÍ se ofrece hacer collares insertando dentro de cristal las cenizas de abuelita, también floreros con las cenizas visibles a través de cristal, objetos de decoración para colocar sobre la chimenea o la mesa.  Me contaba un funerario amigo que en Asturias ya se ofrece la posibilidad de colocar las cenizas junto a 
cartuchos de dinamita coloreada, que luego se enciende y dispara haciendo fuegos artificiales. Claro, después de haberla quemado en el fuego y machacar sus huesos hasta  pulverizarlos, a las cenizas que quedaron las unimos a  la  dinamita y con “abuelita”  hacemos estrellitas de colores. Una agravio y un insulto a la memoria de una persona que nos amó y que hemos amado, que nos acarició y hemos acariciado. 

Es claro que la sociedad actual con la muerte no sabe qué hacer, trata de esconderla y maquillarla en todas las formas imaginables, menos afrontar y buscar la verdad sobre la vida y la muerte. Dejémonos de dar vueltas y de montar circos en torno a la muerte: los muertos se sepultan, sea el cadáver o sean las cenizas. Saber el lugar donde hemos sepultado las cenizas de  alguien que amamos, sea un cementerio, un columbario, el jardín de casa o bajo un árbol en medio del campo, nos permite ir a pronunciar una 
oración y llevarle una flor, decirles que los extrañamos y que nos faltan, agradecerles todo lo que nos amaron. Lanzándolos al aire, al mar o al río, nos quedará la sensación de haberlos hecho desaparecer en la nada, como el joven de Paestum. 

 Es verdad que están caros los entierros, y que no sólo hace falta dinero para vivir con un poco de dignidad, sino también para morirse, pero eso es harina de otro saco.

D. Gustavo Riveiro.